La rebelión de la histeria
27 agosto 2019Compartir por email
Este artículo que compartimos sobre el filme “Augustine” (película francesa, de la directora Alice Winocour, 2012) se centra en un fenómeno con el que se ha estigmatizado durante mucho tiempo a las mujeres: la histeria. Expone con gran claridad su causa más profunda (una cuestión de poder) y denuncia cómo ha sido utilizada a su vez para potenciar el sometimiento femenino.
La histeria es la reacción con el cuerpo y la afectividad a un sometimiento violento (físico o psíquico) que el inconsciente capta perfectamente como eso, pero en un contexto en que la conciencia no tiene elementos ni para prevenir ni para contestar.
Sin el poder que tenían los hombre, sin las herramientas de la educación y la cultura para defender y recuperar su libertad y su dignidad, a las mujeres solamente les quedó el cuerpo para expresarse, que reaccionó irrefrenablemente y con contundencia a semejante violación, poniendo parálisis, desmayos, contorsiones o temblores donde faltaron las palabras.
¿Es la histeria un fenómeno exclusivamente femenino? Claro que no. Como el sometimiento violento no encuentra en el machismo su única excusa ni en las mujeres a su única víctima. Pero sí está claro que demuestra la envergadura del sometimiento machista, tal vez el más extendido y el más sofocante de todos los sometimientos en la historia de la humanidad.
Eso sí, en una sociedad machista, tomar a la histeria como algo “femenino” significa “devaluarlo”, así que el resultado fue volver a victimizar a las víctimas: desatender, desmerecer su reacción natural al sometimiento es volver a someterlas. Esto es grave, porque es la negación conceptual de lo que debió funcionar como una puerta de salida, que en cambio fue vuelta a cerrar.
Peor aún, la reducción de las mujeres a “objeto de investigación científica” terminó por convertirlas en “fenómenos de feria”, como el artículo dice bien. ¿No es esa otra forma más de sometimiento, consistente en exponer la intimidad de las mujeres, su dignidad?
A continuación, el artículo completo:
“De todas las dicotomías de la humanidad, incluida la de negros y blancos, la división más grave es entre hombres y mujeres, entre otras razones, porque nos metemos en la cama con los enemigos”. Brava, la frase. Brava, también, quien la dice: Vivian Gornick, nacida y criada en el Bronx de la posguerra, parte de la Segunda ola feminista de los años 60 y 70, y autora de un libro –Apegos feroces– que, recientemente reeditado por Sexto Piso, conserva toda la capacidad de fuego de su edición original. allí Gornick habla del arrasador vínculo con su madre y, por extensión o no tanto, de su propio modo de transitar la vida en tanto mujer. Y de los modos –desesperantes, ambivalentes, encendidos por el deseo, devastados por la contradicción– de entenderse con los varones.
“Las jóvenes de entre 30 y 40 años han salido a buscar sangre –dijo hace unos meses, al referirse a la furia del feminismo actual–; hay ira, rabia, y eso es fruto del progreso insuficiente en el ámbito de la igualdad”. En estas palabras pensé hace unos días, al descubrir Augustine, film de una realizadora francesa, Alice Winocour, que es parte de esa generación. Porque aunque nadie “busca sangre” en esta película, sí hay una mirada punzante sobre cierto momento crítico, el recodo de la historia en que nació una figura en absoluto inocua, la histérica.
Augustine es una ficción basada en el vínculo entre Jean-Martin Charcot, el neurólogo que entre mediados y fines del siglo XIX le puso nombre, investigó e inauguró los estudios sobre la histeria, y la más célebre de sus pacientes. Augustine era muy joven cuando fue ingresada en el hospital de la Pitié-Salpêtrière; como la mayoría de las mujeres internadas allí, era pobre, no sabía leer ni escribir, no tenía familia. Como muchas de esas mujeres, padecía inexplicables parálisis físicas y violentos ataques nerviosos. fue la intensidad de estos cuadros lo que hizo que la mirada de Charcot, que venía desarrollando su teoría sobre la histeria como padecimiento intrínsecamente femenino, se centrara en ella.
Hablemos de poder. Augustine fue desvestida, manipulada, fotografiada y exhibida ante auditorios repletos de hombres –médicos, estudiosos, académicos– que la observaban desde la distancia atildada de sus cigarros, sus trajes impecables, sus modales dignos. Charcot utilizaba la hipnosis para inducir, ante esos mismos auditorios, las crisis de Augustine. La adolescente sufría espasmos y se retorcía ante un público que la observaba entre la estupefacción y la maravilla. ahí es donde Winocur pone el acento: en la perturbadora ambivalencia del médico que cuida a su paciente, disecciona sus dolencias, la observa con un interés al filo de la atracción; vulnera –en nombre de la ciencia– los más elementales criterios de privacidad. Y –también en nombre del saber– termina convirtiéndola en fenómeno de feria.
Augustine no poseía nada, salvo su cuerpo. Ante la carencia de la palabra, allí estaba la violencia disruptiva de sus ataques. Así comienza la película: una cena en una mansión de la alta sociedad parisina, Augustine, cabeza baja, cabello discretamente trenzado y boca cerrada, se afana en servir platos, atender a los comensales, recibir sin chistar la mirada sugestiva de alguno de ellos. Hasta que sobreviene la crisis. Y, en lo más álgido del brote, todo –mantel, cubiertos de plata, vajilla exquisita– se estrella contra el piso.
Augustine –la histórica, la ficcional– acataba el lugar que le adjudicaba su época. Pero su cuerpo se rebelaba. Augustine callaba, pero su cuerpo gritaba. Y en ese desborde, que también era erótico, desplegaba una intensidad inexpugnable. Mal que les pesara a Charcot y a todos sus instrumentos de medición y a cada una de sus sesiones de hipnosis, Augustine era tan imposible de descifrar como de poseer. No porque fuera la histérica que quisieron que fuera. Simplemente, porque era un ser humano.”
Por Diana Fernández Irusta, para La Nación del 9 de octubre de 2018