Con la voz y el voto de las mujeres

Una representación equilibrada de varones y mujeres en la vida política mejora la calidad del debate público y fortalece los valores de la democracia.

27 septiembre 2016
Guardar

Durante estos 25 años de vigencia de la ley de cupo femenino, las trampas en su implementación fueron frecuentes. En 2015, el 10% de las listas presentadas en las elecciones nacionales incumplieron el mandato legal de diversas maneras sin que la justicia electoral ejerciera su función de control. El proyecto de reforma electoral que impulsó el Poder Ejecutivo podría haber incorporado medidas para mejorar la implementación del cupo, pero no lo hizo. En todo caso, ése hubiera sido hoy un objetivo pequeño. El compromiso con una democracia de calidad exige más: abogar por la paridad.

Así pareció entenderlo esta vez el conjunto de la dirigencia política, que movilizó el debate y logró construir consenso en torno a la importancia de darle impulso a la presencia femenina en el Congreso. Tanto es así que, finalmente, es probable que en las próximas semanas se firme un dictamen unificado entre el oficialismo y la oposición para incorporar esta modificación al proyecto de reforma electoral impulsado por el Ejecutivo, que en su forma original no contemplaba la cuestión.

La paridad es un compromiso ético y político que parte de la convicción de que las mujeres deben estar presentes en los espacios de representación política. En el ámbito legislativo, muchos países lo han hecho realidad a través de normas que requieren la presentación de listas electorales con el mismo porcentaje de varones que de mujeres.

La paridad puede ser un mandato legal, como ha sido hasta ahora el cupo femenino del 30% en el Congreso. Así lo regularon países europeos (Francia y España) y latinoamericanos (Costa Rica, Bolivia, México, Nicaragua y Ecuador), que sancionaron normas destinadas a lograr la paridad en las legislaturas. En la experiencia de otros países, la paridad no está regulada, sino que resulta de la aplicación de un imperativo ético que lleva a la práctica la convicción de que el intercambio de ideas propio de todo proceso democrático se enriquece con la diversidad de miradas que aportan personas con distintas trayectorias y experiencias.

Esta convicción llevó a la conformación de un gabinete paritario en Canadá: no por disposición de la ley, sino porque eso es lo que demanda una sociedad moderna, integrada, igualitaria. «¡Porque estamos en 2015.!», fue la única justificación que pareció necesitar Justin Trudeau, primer ministro canadiense, en la conferencia de prensa que siguió a la presentación de un gabinete que refleja la diversidad de Canadá más allá del género: mujeres, varones, personas con discapacidad, de distinto origen étnico y distintas orientaciones sexuales integran el gabinete nacional. En otro ámbito, la misma preocupación dirigida a mejorar la calidad de un proceso deliberativo que se enriquece con la diversidad parece haber inclinado al presidente Obama a nominar mujeres para los cargos vacantes en la Corte Suprema, en dos de las tres oportunidades que se presentaron durante su mandato.

Asegurar la diversidad en la integración de los cargos públicos, en particular en el Legislativo, que es el ámbito deliberativo por excelencia, mejora la calidad del debate público y fortalece los valores de la democracia. En la Argentina, mujeres y varones referentes de todas las fuerzas políticas apoyan hoy esta propuesta y avanzan por estos días en un dictamen conjunto que incluya el principio de paridad en la reforma electoral. Las organizaciones de mujeres, académicas y de derechos humanos acompañan el reclamo, reunidas en la campaña #Mujeres a la Política.

El consenso político hoy parece encaminado e iniciativas similares son presentadas por oficialismos y oposiciones en las provincias. Sin embargo, este acuerdo político contrasta con las resistencias que aparecen en otros espacios. Parte del periodismo se hizo eco de la descalificación con la que se estigmatizó la propuesta.

Se sostiene que así como las mujeres avanzamos en la conquista de derechos en el siglo XX, se avanza también en el acceso a espacios de poder antes vedados. Sobran los ejemplos: presidentas, gobernadoras, intendentas, destacadas funcionarias públicas, juristas y legisladoras. Es sencillo poner nombre y apellido a las mujeres que ilustrarían, según ese argumento, que el cupo no es necesario. Precisamente, se las puede enumerar sin dificultad porque siguen siendo un pequeño grupo, exiguo en comparación con la totalidad de cargos.

Se argumenta que no habría mujeres con calificación suficiente para ser legisladoras. Sin embargo, hace más de 20 años que el 60% de los graduados en varias facultades nacionales son mujeres. Y en el Congreso Nacional, las mujeres tienen mayores credenciales educativas que sus pares varones (superan en un 10% a los que tienen un título de educación superior) y parecen ser más eficaces en su trabajo, ya que a pesar de ser menos en número impulsan más de la mitad de los proyectos de ley.

Otra posición sugiere tener paciencia: el paso del tiempo ya permitirá el desarrollo de liderazgos femeninos. Ese argumento no sólo soslaya los mecanismos de construcción de listas propios de la baja democracia interna de los partidos políticos (donde el posible nepotismo sólo preocupa cuando la nominada es mujer), sino que además ignora el estancamiento en la participación de las mujeres en el Congreso. Desde 2001, cuando entra en vigor la reforma resultante del reclamo interpuesto por la radical Teresa Merciadri de Morini, hubo un aumento constante en la participación de las mujeres en el Congreso que creció a un ritmo de 2,5 por elección hasta 2009. Desde entonces, la tendencia perdió linealidad y comenzó a decaer: la capacidad de promover la paridad a partir de la implementación del cupo del 30% se agotó hace casi una década.

Otro argumento frecuente es que las mujeres no tendrían interés en ocupar esos cargos de responsabilidad porque el trabajo invisible de cuidado que realizan para sus familias no se lo permite. En la Argentina las mujeres dedican el doble de tiempo que los varones a las tareas de cuidado. En el Congreso, las mujeres son en mayor proporción viudas, solteras o divorciadas y tienen (en promedio) menor cantidad de hijos que sus pares varones. Eso parece indicar que, efectivamente, para aprovechar las oportunidades políticas las mujeres deben tener menos responsabilidades directas de cuidado. La propia organización del Congreso parece poco dispuesta a la incorporación de mujeres decididas a exigir políticas públicas para responder a una problemática generalmente delegada a la privacidad de las familias: hasta hace poco tiempo, no se había presentado la demanda del uso del jardín maternal de la Cámara de Diputados por parte de una diputada. ¿Deben retirarse las mujeres o debe cambiar el Congreso?

Si la sociedad avanza ¿por qué exigir una ley que lo imponga? El derecho muchas veces va detrás de las demandas y los cambios sociales, como sucedió con la aprobación de un programa de derechos sexuales y reproductivos y el reconocimiento del matrimonio igualitario. Pero en otras ocasiones el derecho tiene una función pedagógica que marca el camino de las elecciones éticas que el Estado desea promover.

El principio de paridad permitirá avanzar en la concreción del compromiso igualitario que da sustento a nuestra democracia. Además, permitirá acercar al espacio de representación de los intereses del pueblo un reflejo más fiel de sí mismo, al tiempo que contribuirá a establecer una conversación sobre la participación de las mujeres en otros espacios de decisión. En definitiva, la paridad de género se plantea como un principio rector que aspira a una democratización de las relaciones sociales entre los géneros.

*De Natalia Gherardi y Lucía Martelotte (integrantes de ELA, Equipo Latinoamericano de Justicia y Género), para LN, el miércoles 21 se septiembre de 2016

Etiquetas: , ,