Un silencio que cada vez hace más ruido
31 julio 2018Compartir por email
En este artículo, la autora reflexiona sobre el embarazo infantil, que es el de las niñas menores de 15 años. Lo compartimos porque nos pareció que no abundan reflexiones como esta, que se enfoquen en las causas del problema del embarazo infantil.
Un aporte particularmente importante está en el hecho de que desenmascara la responsabilidad de estamentos ultraconservadores, religiosos y tradicionalmente machistas, que sostienen discursos condenatorios de las víctimas, pero se quitan de encima la propia responsabilidad, que la tienen, por ejemplo cuando repudiaron y obstaculizan la educación sexual integral de la ley N° 26150, pero deploran las consecuencias de la falta de ella (una de las cuales es el embarazo infantil y la otra, la proliferación de abusos sexuales y violaciones).
A propósito de esta connviencia con el statu quo y la naturalización del sometimiento y la degradación de las mujeres (hasta el punto de mimetizarlos con lo cotidiano y reducirlos a “un rasgo cultural”) que propone este artículo, traemos a colación los dichos del senador por la provincia de Córdoba Ernesto Martínez, quien refiriéndose a un proyecto de ley sobre temas muy lejanos a los que estamos tocando hoy, descerrajó su convicción de que no está de acuerdo con que “dos o tres señoras gordas con pancartas manejen al Senado”. El asunto sobre el que trataba el senador es la extinción de dominio, lo que nos parece muy significativo, porque ¿no es en los temas menos directamente relacionados con las problemáticas de la mujer donde se aflojan los discursos políticamente correctos? Una manifestación «involuntaria» (¿Inconsciente quizás?), que en otros debates bien se cuidan de emitir.
En fin, utilizar la pertenencia al género femenino como un insulto, ¿Qué nos garantiza?, ¿qué capacidad de empatía podemos esperar de legisladores como el senador Martínez frente a las problemáticas de las mujeres?, ¿qué esperanza podemos albergar de que ellos se pongan en el lugar de ellas para tratar sin prejuicios sus problemas? Ya habíamos tratado antes esta tradición machista de recurrir a distintas versiones de la estigmatizante Doña Ros en nuestro boletín: los casos de Chiche Gelblung y Jorge Lanata.
Podríamos agregar, para hacernos las mismas preguntas, las palabras de otro senador, Rodolfo Urtubey, de la provincia de Salta, que en el debate por la media sanción al proyecto de ley de interrupción del embarazo, espetó: «Hay algunos casos donde la violación no tiene esa configuración clásica de la violencia sobre la mujer, a veces la violación es un acto no voluntario con una persona que tiene inferioridad absoluta de poder frente al abusador, por ejemplo en el abuso intrafamiliar, donde no se puede hablar de violación pero tampoco se puede hablar de consentimiento, sino de una subordinación, de una sujeción».
La aceptación de estas prácticas perversas de sumisión que plantea el artículo nos preocupan porque impiden problematizar las situaciones que han de ser objeto de regulación legal (si no hay un “problema”, si todo es “normal”, no hay necesidad de una ley o una reforma legal) pero también porque hechas las leyes, estas no se pondrán en práctica (y acá cala hondo sobre todo, la misma tradición machista vigente aún hoy en el estamento judicial).
Devotos, legisladores y jueces sosteniendo prácticas y valores que victimizan a las mujeres y revictimizan a las víctimas: un doble abandono, una doble vulnerabilidad que la autora llama bien “la cultura de la violación” y describe con gran precisión en este artículo.
Es un hospital y en el frente se ve un cartel («Materno-infantil») que, en este caso, será literal. Y anómalo. Una especie de quimera: una niña madre. Hay, aquí, una niña que parirá forzada a otro niño, en un juego de encastres revulsivo. Por lo invisible. Y por lo constante, porque la cifra de embarazo adolescente precoz (así se lo denomina cuando las gestantes son menores de 15 años) no ha descendido en dos décadas, tal como lo expone el informe «Embarazo y maternidad en adolescentes menores de 15 años», elaborado Unicef Argentina.
Allí se lee que se producen en el país casi 3000 nacimientos por año en las mismas condiciones. Nenas pariendo nenes. Deberían estar en séptimo grado, ensayando algún baile. O ya dibujando corazones. Pero no: están embarazadas, «provienen de hogares con algún indicador de NBI (necesidades básicas insatisfechas)» y «quienes se encuentran asistiendo a la escuela al momento del embarazo abandonan con frecuencia a poco de enterarse de su estado». Se precisa, además, que «las indagaciones cualitativas permiten afirmar que una parte de los casos de embarazos precoces son producto de una violación. Sin embargo, aun en casos de relaciones sexuales consentidas, se puede hablar de un embarazo infantil forzado» (Chiarotti, 2016).
Así, cada tres horas, en la Argentina una nena-que seguirá siéndolo aún después del parto se convierte en madre no solo sin haber querido serlo, sino también sin haber podido evitarlo. ¿Niña madre? Digamos mejor niña con niño. Niña sin niñez, sin escuela, sin juego. Sin nada parecido a lo que otros hemos tenido la suerte de tener: adultos que cuidan mientras uno crece.
«Era tan chica que no sabía ni cómo darle la tetita», me contó alguna vez Ana, una enfermera de San Salvador, Entre Ríos, sobre una nena violada por su cuñado y que parió a los doce. Sus compañeras de escuela estaban terminando la primaria; ella, abismándose en la odisea del llanto, el sarpullido, el insomnio. A la edad a la que algunas soñábamos con ir por primera vez a un asalto, a ella le cerraron la puerta en la cara. Y hasta hubo quien tuvo el tupé de decirle que debía estar feliz por el «regalo» que tenía entre sus brazos y que no podía siquiera sostener.
«Estamos frente a un embarazo infantil forzado cuando una niña (para este estudio, menor de 14 años) queda embarazada sin haberlo buscado o deseado y se le niega, dificulta, demora u obstaculiza la interrupción del embarazo», precisa «Madres niñas», un estremecedor informe de 89 páginas que registra el embarazo infantil en 14 países de la región y que fue elaborado por el Comité de Latinoamérica y el Caribe por los Derechos de la Mujer (Cladem).
Allí se lee también que «el embarazo forzado fue declarado crimen de guerra y crimen de lesa humanidad por el Estatuto de Roma (1998) cuando se comete en el marco de un conflicto armado. Pero las niñas que atraviesan esa experiencia en tiempos de paz sufren también graves consecuencias, que marcan su vida para siempre», señala el estudio.
Según la Organización Mundial de la Salud, en su documento «Embarazo adolescente: un problema culturalmente complejo», quienes paren antes de los 16 «corren un riesgo de defunción cuatro veces más alto que las mujeres de 20 a 30 años, y la tasa de mortalidad de sus neonatos es aproximadamente un 50% superior». Y eso, claro, siempre y cuando llegue a completar las nueve lunas, porque «la niña aún está en edad de crecimiento. La placenta se nutrirá de la madre, que en realidad es una niña. Eso significa que el feto en desarrollo absorberá calcio y otros nutrientes de una niña que todavía los necesita para sí misma».
Después, habrá que ver cómo resiste en la sala de partos ese cuerpito que todavía tiene la fragilidad de lo inconcluso. «El mayor peligro es el piso pélvico», precisa el trabajo de Cladem. «Las niñas pueden empezar a ovular y menstruar ya a los 9 años, pero el hecho de que una chica pueda quedar embarazada no significa que ella puede parir de forma segura a un bebé».
La pregunta es, en todo caso, si a alguien le importa realmente eso. Que no pueda cargar con una panza del tamaño de su propia mochila (si la tuviera, claro). Que se muera en el trance. Que, como sucede ahora en Salta con la nena de diez años violada y gestando el resultado de esa violación, los adultos no atinen más que a dejarla así como la dejaron siempre: sola. Pero ya con un nuevo sacramento en camino: todos los días, informaron los diarios locales, visita a la nena una catequista. La están preparando para la confirmación.
En La Merced, también en Salta, un programa municipal asiste a embarazadas desde los 12 años. La Cigueñita, se llama, pero no hay diminutivo que alcance para escamotear el horror de un nena encinta. Al respecto, la doctora Mabel Bianco, de la Fundación para el Estudio e Investigación de la Mujer (FEIM), señala que así es como se cree cerrar con un «final feliz» historias casi siempre engendradas en la violencia.
«La maternidad en las niñas más chicas no fue algo decidido por ellas. Les ocurre porque no saben cómo prevenirlo. Adolescentes y niñas no pueden dar su consentimiento porque nadie les explica nada. Y que quede claro que la mayoría de los grupos que se oponen a la legalización del aborto son los mismos que se vienen oponiendo desde hace años a la implementación de la Educación Sexual Integral (ESI) y también al Programa de Salud Sexual y Reproductiva», precisa.
Curiosamente -o no- en estos días de debate y manifestaciones poco se ha hablado de la cultura de la violación en la que vivimos. Esa que de tanto respirarla se ha vuelto invisible. Se ha convertido en lo dado. En lo inevitable. Así, en uno de los más enrevesados argumentos en contra de la despenalización del aborto, Elisa Carrió dijo: «Las chicas de 12 o 13 años que tienen hijos, en general de un tío, de un hermano o del padre, de un patrón o de un hijo de un patrón, a esas mujeres, a esas niñas las van a llevar al hospital y las van a hacer abortar. Y hoy tienen hijos. Con eso lo que van a hacer es impulsar el ‘derecho de pernada’. En el norte, cuando dictamos la ley que sancionaba el abuso, los diputados de Salta decían que no podían votar eso porque el regalo de los que sirven en el campo es la virginidad de su hija al patrón de la estancia», sostuvo. El abuso vuelto casi «color local». La violación convertida en costumbre.
Cuando Mariana Rodríguez Varela (activista conocida como «la mujer del bebito») expuso su posición contra la legalización del aborto en el Congreso, mostró a cámara la foto de una nena de 12 años. Violada, embarazada, madre a la fuerza, como otras miles. Menor de edad pero grande de golpe y a los golpes, violentada mil y una veces. La última, cuando la expositora agitó su foto frente a todos e insistió en que «si un niño es producto del amor o de una violación, no hay diferencia alguna». ¿No hay diferencia alguna? ¿Realmente no la hay? Más allá de lo idéntico de los cuerpos, ¿dónde queda lo otro? ¿Cuándo fue que amor y violencia se volvieron lo mismo?
Las miles de nenas abusadas y ocultadas (por el poder, por el discurso del poder, por la legislación, por la creencia, por la costumbre) dicen que la diferencia existe. Y es enorme. Que detrás de cada cordero sin dios, como ellas, hay un universo hecho añicos. Y un silencio que cada vez hace más ruido.
Por Fernanda Sandez, para La Nación del 9 de julio de 2018
La ilustración corresponde al artículo original