Feminista en Falta. Contradicciones, relatos y preguntas sobre una revolución en marcha

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Capítulo 1

Contradicciones, relatos y preguntas sobre una revolución en marcha
11. Mujer buena/ Hombre malo: la dicotomía improbable
Yo revisé mails ajenos y teléfonos celulares, tratando de sentirme menos
culpable por haber empezado a querer menos. Una vez encontré en la mochila del
tipo con el que vivía una lista de teléfonos de putas. Los tenía escritos a mano en
un papel. No dije nada, pero con el papel todavía en la mano fui hasta la cocina y
saqué un cuchillo grande. Me senté en el piso a llorar, con el cuchillo en la mano.
Tengo esa imagen: mi ex mirándome y pidiéndome que me calmara, yo llorando
con el cuchillo y el papel en las manos.
También pegué cachetadas. Me tiré de los pelos y amenacé con matarme.
Pegué trompadas inútiles a repetición sobre el pecho de un tipo lo bastante hombre
como para no devolvérmelas. Las mujeres hacemos eso desde chicas: medimos la
hombría de los varones. Fulano es poco o muy hombre. Nosotras mismas
construimos así buena parte de la masculinidad, la positiva y la tóxica. Alguna vez
tendremos que aceptar que los tipos no se hacen solitos y también que no todos los
varones son culpables ni cargan en su génesis con algo negativo. A las madres el
patriarcado nos asignó un rol de poder en la crianza de nuestros hijos e hijas. La
mayoría de las que lo somos no vemos a nuestros hijos varones como monstruos a
reformar ni como animalitos a domesticar, la mayoría estamos convencidas de que
hacemos lo mejor posible nuestro trabajo y criamos hijos buenos. Hay formas
positivas de masculinidad, está lleno de buenos tipos: son la mayoría.
La mayoría de los varones no pega, no viola, no mata. Pretender que todos
carguen con una culpa colectiva por los comportamientos de algunos no sólo no
resuelve nada, sino que los deja en un lugar de frustración donde después es
demasiado difícil entender qué fue primero: si la masculinidad tóxica o la
intoxicada.
Hace años estuve en una relación con un tipo que pasó de amoroso a
controlador, y de controlador a violento. Algunas cosas aparecen muy claras en
abstracto o cuando aconsejamos a una amiga, pero es realmente difícil saber
cuándo se pasa el límite entre la atención que disfrutamos cuando alguien nos gusta
y el acoso liso y llano. Nada es nunca liso y llano y también es difícil saber cuándo
decir basta: en general, las relaciones consentidas no nacen violentas y nos es muy
difícil ver señales que para el resto son obvias, porque el enamoramiento las
enmascara. Cuando yo puse fin a esa relación y elegí a otra persona, las señales
antes imperceptibles se volvieron amenaza: “Vos no te merecés vivir en una
burbuja donde todo te sale perfecto con tu familia artificial. De a poco todos van
sabiendo lo que hiciste, impune no queda nadie en este mundo”. Lo que yo había
hecho era dejarlo por otro, le había mentido, y se me había ido de las manos. Me
amenazaba con decirle a mi pareja, a mis amigos y colegas quién era yo realmente:
una puta. Así se se refería a mí en los mails que me mandó a diario durante casi un
año. A mí me parecía que un poco me lo tenía merecido, por haberlo engañado, así
que cuando llamó a mi casa para acosar a mi pareja, cuando me dijo que me iba a
matar, cuando me dijo que chequeaba mis movimientos en las redes sociales y
sabía dónde estaba, y cuando se apareció en la puerta de mi trabajo dispuesto a
irrumpir a los gritos, me pareció casi natural. Ese día yo bajé para calmarlo. Me
había advertido: “Me vas a sacar”. Como al principio quiso hablar tranquilo,
respondí tranquila. Esa tranquilidad lo exasperó y entonces pasó lo que me había
anticipado: se sacó. Me dio vuelta la cara de una cachetada y me dejó la boca
sangrando. Sólo atiné a acomodarme un poco, levantar la botellita de Coca qué
había volado con el golpe y seguir tratando de tranquilizarlo. Después me fui,
porque tenía que volver a trabajar. El acoso psicológico que siguió fue brutal, pero
yo sentía que había tenido algo de culpa en todo eso por haberle mentido.
Aquel mismo año, mientras ese tipo me llenaba la casilla de mails con
recuerdos sexuales o amorosos, o listas de puteadas y maldiciones, arrancamos la
primera campaña de #NiUnaMenos y me tocó ir a charlas, congresos y programas
de radio y TV a hablar de noviazgos violentos, de esas primeras señales y alarmas
a las que hay que atender, como que te revisen el telefonito o te digan qué ponerte.
Yo sabía de lo que hablaba, pero en algún sentido me sentía por encima, me creía
más fuerte que esa relación que había padecido y que me había desestabilizado
psicológicamente, en realidad, mucho más de lo que mi visión de mí misma como
persona empoderada me dejaba entender.
Nunca quise victimizarme por eso: esa relación no me define. Pero sí pude
entender, con el tiempo, que no me hizo bien y que tuve suerte en tener un círculo
de contención muy fuerte en mis amigos y mi familia para salir de ahí. También sé
otra cosa: que no soy un ángel. Y una más: que aunque no soy un ángel, no
merecía ningún maltrato. ¿Lo digo de otra manera? Ahí va: Nadie necesita ser un
ángel para no merecer maltrato.
A veces las mujeres también somos violentas. Pero ese no es el problema:
los hombres no mueren sistemáticamente a manos de mujeres. Hay una frase genial
de Margaret Atwood en The Handmaid’s Tale: “Los hombres temen que las
mujeres se rían de ellos. Las mujeres temen que los hombres las maten”. El límite
es la fuerza, el poder. La violencia machista que mata es sistemática.
No me quiero poner a repetir datos como un loro y, sin embargo, hace falta.
Hace falta todo el tiempo, porque en la Argentina sigue muriendo una mujer por
día por violencia machista. En el primer semestre de 2018, el Observatorio de
Femicidios del Defensor del Pueblo de la Nación recibió 670 denuncias diarias por
violencia de género, detectó 139 femicidios, de los cuales once casos fueron
vinculados —esto es, cuando el femicida mata a los hijos, pareja o allegados a la
mujer como parte del castigo y la destrucción psicólogica— y cuatro de personas
transgénero. El 18% de las víctimas eran menores de dieciocho años; el 30,9%
tenían entre diecinueve y treinta años; el 29,5%, entre treinta y uno y cincuenta
años, y el 20,9% eran mujeres mayores de cincuenta años. Trece de las víctimas
tenían menos de once años.
Las cifras tienen nombres de mujeres que en muchos casos habían
denunciado a sus agresores. Hombres adultos que, en el 27% de los casos, tenían
medidas de restricción perimetral que fueron ineficaces. En la mayoría de los casos
los femicidios se produjeron dentro de relaciones de pareja preexistentes o en el
seno familiar.
A Andrea López la estrangularon y la tiraron en un volquete. Tenía
cuarenta y cuatro años y tres hijos. Había denunciado siete veces a su femicida por
golpes, amenazas de muerte y hasta un abuso sexual. El Departamento Judicial de
San Martín archivó las siete denuncias. Sabemos que parte de la responsabilidad,
como dijo la jueza Highton de Nolasco, recae sobre la justicia que en tantas
oportunidades es machista. El caso de la adolescente Lucía Pérez, que despertó una
manifestación masiva en las calles, es emblemático en ese sentido. Lucía tenía
dieciséis años y murió mientras la penetraba un hombre mayor de edad que le
había suministrado drogas y en presencia de otro adulto, pero el fallo tomó como
argumento para descartar el femicidio y el abuso que Lucía tenía carácter fuerte,
experiencia sexual, consumía drogas y, además, los acusados le habían ofrecido
chocolatada y facturas. Los acusados sólo fueron condenados por darle drogas a
una menor. Hay un dato que me subleva: la violación es el único delito en el que se
pregunta si la víctima se resistió.
Frente a tantos femicidios brutales, muchas veces sentimos que la culpa
también es de la masculinidad tóxica, y asumimos que la única solución posible
para esa violencia que mata es reeducar en masa a todos los varones, ignorando
otras causas. La que más nos cuesta asumir es que, en ocasiones, como dije antes,
nosotras también somos violentas; que a veces la violencia es bidireccional, aunque
ellos peguen más fuerte. No se trata de negar la violencia que mata, tampoco de
revictimizar a quienes la sufren, sino de poder mirarnos a nosotras mismas con
honestidad y reconocer que también somos humanas y, por lo tanto, también
reproducimos algunas de las conductas que condenamos únicamente en los
varones: ¿quién de nosotras puede decir que nunca tuvo una actitud controladora ni
despectiva, que nunca tuvo un “brote” de celos, que nunca insultó a su pareja, que
nunca pegó un portazo, que nunca reaccionó por impulso, que no está atravesada
por pasiones y pulsiones? El hombre es el lobo del hombre, pero la mujer también
puede serlo en ocasiones.
Cuando se dice que nuestra naturaleza es maternal, dulce y pacífica, lo
negamos con fastidio: no queremos esa imagen condescendiente para nosotras.
Pero al mismo tiempo, y sin pensarlo demasiado, asumimos que el único principio
de violencia es masculino. Las dos cosas no pueden ser ciertas. Lo que ocurrió con
el caso de Fernando Pastorizzo, por cuyo asesinato ––el 24 de diciembre de 2017––
fue condenada su novia, Nahir Galarza, es un ejemplo bastante bueno. Durante la
investigación se difundieron los mensajes de WhatsApp que el joven había enviado
a un amigo: “Casi me desmayé. Filmé un video y me torturaron hasta que lo borré.
Parecía una película. Fue la hija de mil p… de Nahir y otra más por no querer estar
con ella. Filmé que me estaban cagando a palos”. A las mujeres no nos gusta leer
esto, pero los varones también son víctimas del patriarcado. La respuesta que
recibió Fernando es elocuente al respecto: “¿Te pegaron mujeres?”, se rió su
amigo. No nos gusta ni siquiera que se hable de varones muertos a manos de sus
parejas por una razón sencilla: la violencia de mujeres contra varones no es
sistemática. Conocemos nuevos femicidios cada treinta horas, pero no es común
que una mujer mate a su pareja y, en la mayoría de los casos, eso ocurre en defensa
propia. Es cierto: los hombres tienen más chances de morir de manera violenta que
las mujeres , pero sus asesinos rara vez son mujeres. En cambio, según los últimos
datos de Naciones Unidas, más de ocho de cada diez víctimas de homicidios
perpetrados por la pareja o compañero íntimo, son mujeres, sobre quienes la
violencia de pareja “tiene un impacto desproporcionadamente alto”. Y mientras
que los varones suelen ser asesinados por desconocidos, el 50% de las víctimas
mujeres son asesinadas por alguien de su entorno. No hay razones concluyentes
que expliquen estos números, pero la psicología y la criminología especulan entre
atribuirlo a la biología (la mayor presencia de testosterona en los varones) o a la
socialización. En este punto, me resulta importante ir más allá de lo obvio. Por
supuesto que influyen los roles de género ––incluyendo la mayor tendencia de los
varones a asociarse negativamente y al patoterismo–– y que, como vimos antes,
pesa la cultura de la violación. Sin embargo, una vez más, no deberíamos
desatender que todos participamos de la construcción y reproducción de los
comportamientos machistas. Ni cegarnos ante otras causas que también deben
atenderse si se quiere erradicar la violencia, incluyendo la de género, como el
abuso de alcohol y drogas, o el acceso a armas.
Se dijo que Nahir Galarza recibió una mayor condena social y que los
medios se encarnizaron con ella porque era mujer. Y claro que el hecho cobró
1 Ocho de cada diez homicidios a escala global tienen por víctima a un hombre. Fuente: ONUDD 2018.
relevancia porque Nahir era mujer. Como dicen los manuales de periodismo, la
noticia no es que un perro muerda a un hombre sino que un hombre muerda a un
perro. Por eso es que olvidamos los nombres de muchos femicidas pero
recordamos el de Nahir Galarza: porque sale de lo convencional.
La serie de HBO Little Big Lies aborda los matices de la violencia de género
con una franqueza demoledora. En la historia, basada en la novela homónima de
Liane Moriarty, Celeste, el personaje de Nicole Kidman, es una mujer que parece
tenerlo todo: es bella hasta la perfección (¡es Nicole Kidman!), es rica, tiene dos
hijos adorables y un marido al que ama. El combo, sin embargo, incluye violencia
física y psicológica. Su marido es, por momentos, tan amoroso como controlador.
Sus peleas, en las que ––al menos en un principio–– a los dos “se les va la mano”,
escalan hasta aterrorizarla, pero suelen terminar en sexo ––al menos en un
principio–– consentido. A Celeste le cuesta reconocer que ella o sus hijos están en
peligro, porque se siente parte del círculo, y porque ama a su marido. Puede pensar
que se merece una vida libre de violencia, pero el deseo le dice otra cosa. En una
de sus líneas, declara: “Éramos violentos el uno con el otro”.
Lo que tiene de honesto Big Little Lies es que no simplifica, al punto en el
que pueden verse debates en YouTube y Quora donde hasta hay quienes sostienen
que la relación entre Celeste y su marido golpeador es sexy, en vez de sentirse
perturbados. La mayoría de los espectadores cuerdos podrá ver, sin embargo, el
peligro y el horror de convivir con un enemigo por el que la víctima siente tanto
miedo como piedad. Fallamos cuando culpamos a la mujer que no deja a su
marido, fallamos porque mostramos las cosas demasiado fáciles. No ya porque
suponemos que la víctima hizo algo para merecer el castigo, sino porque pensamos
con una lógica que no es aplicable a las emociones que, si el marido le pega, se
tiene que ir. El acierto de Big Little Lies es que ofrece otra mirada frente a una
cultura que deshumaniza a las víctimas y a sus victimarios.
Hay estudios que indican que la clave de la violencia entre parejas tiene que
ver con una idea de las relaciones insana y patriarcal, si se quiere, que comparten
varones y mujeres: ‘Tenés que estar sólo conmigo; sos mía o sos mío, soy tuya y
vos sos sólo para mí”. Así ven muchas parejas a sus relaciones: no son sólo los
varones los que consideran propiedad privada a sus compañeras, y esta misma
visión es compartida también por muchas parejas homosexuales. El modelo de
amor romántico que tanto se combate, precisamente por esto, desde el feminismo,
está demasiado interiorizado. La celopatía, la tendencia a controlar a sus parejas,
varones y mujeres, es algo tan extendido que las mismas feministas que renegamos
conscientemente de ese tipo de relaciones podemos pasarnos horas, sin embargo,
stalkeando en todas las redes sociales los lugares y horas de conexión de nuestras
parejas o acosándolas para que nos digan dónde estuvieron. Es reduccionista
pensar que en la violencia interviene sólo la toxicidad de un género. Las chicas
también actuamos por celos, aunque en la escalada, la fuerza física de un varón
tenga el poder de doblegarnos antes. También hay, en todo caso, una feminidad
tóxica que exagera su poder de atracción (¿Nunca beboteamos para conseguir
cosas, de nuestras parejas, nuestros jefes, de un policía que nos hizo una multa?) y
después se queja de lo que genera. No, nadie es culpable de ponerse una pollera
corta, pero si salgo a la calle o voy a una reunión con un escote de vértigo,
¿realmente no pretendo que me miren? A veces se confunde la coerción o el abuso
(contra los cuales lucho como feminista y no pienso tolerar jamás) con la mirada o
el deseo masculino (que no puedo controlar, así como nadie puede controlar los
míos, y está bien que así sea). Tengo perfecto derecho a rechazar el interés de un
hombre siempre, no importa cómo me haya vestido o incluso cuánto lo haya
“provocado”; pero no veo por qué tendría derecho a condenar el hecho mismo de
haberlo excitado. En lo que a mí respecta, lo repito, admito que a veces busco que
me miren. Y también que a veces me quejo cuando lo logro, sobre todo si causé el
efecto sobre el macho equivocado, sobre el que no me gusta o no pretendía seducir.
“La masculinidad se trata de manera rutinaria como una patología que
necesita una cura. Casi todos los libros de los estudios de género culpan de la
mayoría de los males de la sociedad a los hombres y al patriarcado”, dice Christina
Hoff Sommers. Pienso que no alcanza con eso. ¿Qué es lo que realmente podemos
explicarle a los buenos tipos en talleres obligatorios de perspectiva de género para
salvarnos de los violentos? ¿Qué es lo que logrará cambiarle el chip a los
violentos? Muchas veces me lo pregunto, y no tengo una respuesta clara. Sí creo
que es clave que varones y mujeres sepamos reaccionar ante una relación violenta
e intervenir ante la más mínima sospecha de violencia machista, dejar de verdad
atrás el concepto de violencia doméstica. Saber a dónde recurrir y que el Estado
destine recursos para responder y contener a las víctimas que, como Andrea, ahora
se atreven a pedir ayuda y sin embargo terminan muertas.
Me cuento entre las miles de mujeres agradecidas por lo que el feminismo
ha conseguido: el voto femenino, la oportunidad de tener una carrera de éxito y una
familia elegida… Pero, como sostiene Hoff Sommers, esas mujeres difícilmente
podremos sentirnos a gusto en el movimiento cuando en su nombre se trata a
nuestros hermanos, hijos o parejas como el enemigo. Araceli González no dijo una
burrada cuando declaró que no era feminista porque tenía un marido y un hijo a los
que amaba: dijo lo que sentía a partir de las imágenes que reproducen al feminismo
como una lucha maniquea entre Venus y Marte. No lo es, pero la responsabilidad
de transmitir una mirada inclusiva también es nuestra.

La tapa del libro de Mercedes Funes